Lo feo es bello
Si miramos Onward, la última creación de Pixar firmada, sobre el papel, por uno de los menos destacados de sus creadores, Dan Scanlon —al que solo se le conocía lasecuela Monstruos University— nos damos cuenta de que apuesta, siempre desde la prudencia, por lo feo; juega poner patas arriba el universo que le da cobijo. De repente, el trazo en 3D pierde esa naturalidad modélica, por universal, que ha presidido hasta el momento la casa de Emeryville. Lejos del virtuosismo clásico y táctil de la saga Toy Story y de espaldas al elegante trazo arcaico de, por ejemplo, Up, se dirá que la nueva creación se acerca peligrosamente aun raro feísmo brillante. Y, de repente y contra todo pronóstico, esa es la virtud. El mérito consiste en reformularlo todo, en buscar el punto intermedio en el que la realidad puede confundirse con la fabulación que le da sentido. Y viceversa. De nuevo, como es obligado en la marca, la idea es colocar sobre la misma superficie dos universos en el que uno funciona como espejo y sustento del otro. Los juguetes viven a la sombra de sus dueños; los monstruos cumplen con un horario laboral que nada sabe de pesadillas, y la muerte no es más que un gran parque temático que prolonga la misma vida. Toy Story, Monstruos S.A. o Coco funcionan desde la universalidad intacta del mismo registro. Onward, en cambio, es justo lo contrario. Y ahí el aplauso y el riesgo. El universo real es el mágico, el fantástico, que, en su inconsciencia consumista, ha acabado por transformarse en pesadilla. Lo escondido es lo evidente y lo obvio noes más que una malversación de todo aquello que tiempo atrás, en un mundo mítico, importa. Los protagonistas son elfos que no saben de sus poderes y los gatos callejeros que hurgan en las basuras han sido sustituidos por unicornios. Si el gran reto de todos los héroes Pixar había consistido hasta ahora en dar con la magia, con lo bello, que oculta lo real, ahora se trata de devolver las cosas a su sitio y que todo vuelva de nuevo a ser fantástico, de verdad, como tiene que ser. Así, la historia de dos huérfanos que buscan detrás de las dos palabras que les dejó grabadas su padre al propio padre adquiere, de pronto, el rigor de lo evidente. Más allá de sus aciertos estéticos tan cerca de los noventa y sin detenerse más de la cuenta en la perfecta coreografía naturalista de las escenas de acción, el verdadero hallazgo consiste así, en haber conseguido un prodigio tan entretenido, brillante como inteligente y, definitivamente, feo. Pero feo en el más crítico y agudo de los sentidos. LUIS MARTÍNEZ