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PAPICHA, SUEÑOS DE LIBERTAD

I want to break free

La realizadora argelina —autoexiliada en Francia— Mounia Meddour se dio a conocer en 2011 con Edwige, demostrando desde ese primer momento su sensibilidad a la hora de explorar la compleja interioridad de sus personajes femeninos, como el de la solitaria trabajadora que daba nombre al corto —y que bien podría ser una de nuestras luchadoras e infatigables “kellis”—. Centrándose en el impacto emocional que causa en su vida el encuentro casual con un huésped, y poniendo una especial atención en los detalles —la mirada esquiva de Edwige, que casi no establece contacto directo con los ojos del desconocido, las huellas del tiempo en su rostro, en sus manos, en sus pies…—, Meddour presentaba un juego de espejos que enfrentaba el hervidero interior de la asistenta con el paisaje exterior, pintado como un tiempo desolado, punteado de negros y grises —ella se despierta antes de que amanezca y regresa a casa cansada al anochecer en su destartalado coche; el sol siempre a punto de salir o ya escondido tras la línea del horizonte, como una arrebatadora metáfora de su vida—. Quince minutos le bastaron entonces a la argelina para fotografiar un anhelo tan humano como el reflejado en los ojos de una pintura de Modigliani: la necesidad y el deseo de ser amados. Casi diez años después, Meddour retoma el mismo sueño de amor y liberación que hacía temblar a la ensoñadora Edwige y se presenta en Cannes con Papicha, sueños de libertad, crónica de un periodo nefasto en la historia reciente de Argelia marcado por el ascenso del fundamentalismo islámico en todas las esferas de la vida pública. En su debut en el largo, la directora y guionista sitúa la acción en Argel a finales de los convulsos años noventa, recayendo ahora el protagonismo en la joven Nedjma —una Lyna Khoudri nominada en los últimos premios César a mejor actriz revelación—, estudiante de francés, apasionada de la música, el baile y la moda. En una sociedad que reprime sus derechos más fundamentales, Nedjma transita (y sobrevive) a través de los enrejados —físicos y metafóricos— de una ciudad devastada, creando sus diseños, vendiéndolos clandestinamente a las “papichas” (las jóvenes argelinas) y arriesgando a diario su integridad para reivindicar una libertad que se le niega a ella y a todas sus hermanas. La mujer debe al hombre una sumisión total, el haïk (velo de cuerpo entero) es el atuendo obligatorio y el maquillaje es poco menos que una herejía imperdonable. En este sentido, Meddour destaca cómo la represión no llega solo desde posiciones de poder y privilegio, sino también desde el entorno más cercano: la recomendación de una amiga —“Cúbrete un poco y evitarás tener problemas”— o la amenaza directa de un chico —“No conviertas en tu mortaja el velo que rechazas”—. Argel en la actualidad no es la misma que la de los tiempos evocados por Meddour, pero solo hay que pasear por cualquier ciudad globalizada, ver la televisión o escuchar una conversación en el metro para tomar conciencia de la plena vigencia de Papicha, sueños de libertad. Y sobra decir que no es algo de lo que podamos enorgullecernos. TONI ULLÉN